Centro histórico, nostalgia y cultura. San
Salvador. Centroamérica
He tenido la suerte de recorrer las
locaciones que forman el Centro Histórico y puedo hablar con propiedad sobre su
riqueza edificada.
Una de las sorpresas que se lleva quien
pertenece a las nuevas generaciones de adultos es descubrir que el Centro
Histórico es la «gran casa de todos», es decir, la «sala museo» de la ciudad.
Lástima que fue abandonada después del terremoto de 1986. Fue por temor a la
falla tectónica del centro de San Salvador. Desde entonces, se dejó su
existencia a la buena de Dios; solo apto para los que, con resignación,
aceptaron quedarse.
Abandonado, es cierto, por nuestras etapas
dramáticas y sociales, pero no desaparecido. Desde ese abandono, me he dedicado
por dos décadas, cada día, por lo menos los laborales, a recorrerlo y a
reencontrarme. Es como convivir, que es conocer. Si no conocemos resulta arduo
tomar decisiones acertadas.
No obstante el trauma de años pasados, no
exento de temores y explicable para nuevas y anteriores generaciones, me dio
por recorrer sus calles como lo hace cualquier ciudadano para ganar el sustento
diario. Como los niños que han hecho suyo el Centro Histórico, como cuando
alguien carente de juguetes se encuentra uno tirado en la calle.
Sí, nos hemos fortalecido en esta zona
histórica. Y, a contrario sensu, hemos ganado el derecho a sentirnos de su
propiedad. No sorprenda entonces que, pese al embellecimiento actual y al
atractivo despertado en los últimos tres o cuatro años, sobrevive el vendedor
informal. Que no moleste esa realidad, paciencia hermanos, ya alcanzará el
presupuesto para reubicaciones en centros comerciales populares. Por no
llamarlos mercados.
Pese a todo lo anterior, agrego que mi
vida, una vez emigrado como estudiante universitario desde San Miguel, fue
también por muchos años parte de mi entorno vital. Porque aquí crecimos y nos
desarrollamos en todos los sentidos, económica y culturalmente hablando.
Cultura originaria, raíz donde creció ese sentimiento que algunos llaman nostalgia
cuando se está fuera de su país, lejos de lo que llamamos patria, de la cual
afirmamos sentirnos orgullosos.
He tenido la suerte de recorrer las
locaciones que forman el Centro Histórico y puedo hablar con propiedad sobre su
riqueza edificada, convertida en patrimonio de la ciudad y de la Nación. Son 50
o 40 manzanas que nos atan al fervor nacional (entendido como fervor
patriótico, aunque esto no suene tan bien).
Se fue perdiendo el amor por ese espacio,
pero, desde ese rechazo, ha ido surgiendo como el Ave Fénix alzar vuelo sobre
un novedoso San Salvador. Libre de aprisionamiento por quienes lo prefirieron
invisible, feo, destinado a la cultura de los marginales. Solamente los hados
de la historia pudieron salvar el patrimonio edificado con sus muestras
emblemáticas como Catedral,Teatro y Palacio Nacional, los dos portales frente a
la plaza Libertad y las iglesias del Rosario y Calvario. Posteriormente llegó
la Biblioteca Nacional.
Al regresar a mi país, después de décadas
de ausencia, decidí congraciarme con esas 40 o 50 manzanas. Ahí donde
presentábamos obras dramáticas en el Teatro Nacional, con directores como los
maestros André Moureau, o Edmundo Barbero, y a teatro lleno. Pese a que las
obras terminaban a las diez u once de la noche, con actores improvisados como
Roque Dalton, Roberto Armijo, Hildebrando Juárez, Miguel Parada (después Rector
de la UES). Este último era el único que hacía papeles principales; mi persona
y otros poetas hacíamos papeles secundarios: verdugos, soldados, sirvientes,
sin decir palabras; quizás un grito (solo éramos parte del marketing, pero
cumplíamos con desenfado).
De esas realidades nació mi última novela
publicada: «Los Poetas del Mal», o Generación Comprometida. En horas del día
nos encontrábamos como periodistas cercanos las fuentes: Asamblea Legislativa y
Ministerios, alojados en el Palacio Nacional. Cerca estaban los cafés para
esperar las noticias: El Izalco, el Doreña, la Bella Nápoles, el Americano, y
España. Ninguno de estos locales sobrevive. Como advierten, los lugares
visitados lo fueron por razones de trabajo, o para departir sobre poesía
alrededor de una taza de café. Los periodistas hacían lobby mientras llegaba la
noticia. También eran sitios frecuentados por policías encubiertos para ver si
descubrían pláticas contra el orden establecido por los gobiernos militares de
turno.
Los «poetas del mal», además de escribir,
también hacíamos periodismo radial. E incluso televisivo, pues uno de nosotros,
Álvaro Menén Desleal, tuvo el primer telenoticiero en un edificio que retó el
derrumbe del 1986 (Edificio Central), aun está ahí diagonal a Plaza Libertad,
depreciado pero vivo.
Todo esto lo recupera mi nostalgia, entorno
de mi vida de estudiante universitario y ciudadano especial, digo, porque fue
ahí donde creció lo que la historia cultural conoce como Generación
Comprometida, que ha ido dejando las señales de su presencia futura con su obra
literaria.
Sobre el Centro Histórico recuerdo las
palabras del investigador español Antonio Espada, quien escribió (2007) que «la
parte más bella de San Salvador está en esa zona depreciada por la catástrofe
del 1986». Lo demuestra con fotos publicadas en un medio digital.
Otro español, en el mismo año, exaltó a la
Iglesia del Rosario como una bella escultura: «Cuando entro, dan deseos de
quedarse como huésped toda la vida». Es extraño, pero las palabras de dos
españoles me hicieron recapacitar en que yo pasaba todas las semana en ese
lugar, después de haber vivido ausente de mi país por más de 21 años; pero fui
a lo mío: mi compromiso laboral. Fueron esos dos testimonios de los europeos
que me retaron a recobrar lo que fue parte de una vida intelectual, por la cual
los escritores arriesgaron bienestar y beneplácitos.
Con los dos españoles comenzó la ruptura de
traumas dramáticos por intolerancias y muertes. En aquellas épocas, originadas
desde la institucionalidad. Y valoré las causas de quienes solo vieron fealdad:
calles llenas de humo vehicular venenoso y violencia social. No por la guerra,
sino por pazcotidiana. Cuando, según estadísticas de hace unas dos décadas,
nuestra ciudad orgullo se había convertido en las tres más violentas del mundo.
Pese a todo, «o tempora, o mores» (Catilinarias, Cicerón). Oh, dolores y amores.
MANGLIO ARGUETA LPG
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